lunes, 11 de enero de 2010

Antiimperialismo para principiantes. Un recuerdo de hace muchos años.


Ahora que el comandante Chávez devaluó la moneda de tal manera que Venezuela y la isla Margarita y el Hilton socializado se vuelven más accesibles para los turistas argentinos, saco del arcón de los recuerdos un textito sobre mi paso por la anticumbre de las américas en mar del plata. Ahhhh, éramos tan jóvenes...

Antiimperialismo para principiantes.




Mucho se ha dicho sobre Mar del Plata y el encuentro y el contraencuentro, uno más pedorro que el otro. Yo también viajé y pude tener, entonces, mi jornada antiimperialista. Recuerdo haber tenido otra, mucho más interesante, hace diez años ya -ay dios- cuando vino Clinton a la Argentina. Cenaba en la Rural, y mucho antes que Seattle y toda la bola, muchos quisimos que no tuviera un buen provecho rodeado del empresariado argentino. La policía reprimió mucho: recuerdo que pateé para cualquier lado una granada de gas lacrimógeno. Y cualquier lado es cualquier lado cuando yo pateo. Debería perdonarme, seguramente, con el portador de ese chichón de hace diez años.
Esta vez todo estuvo mucho (es decir, muuuuuucho) más tranquilo. Viaje en el tren de Maradona. Y conocí una chica encantadora de la que me enamoré. El problema es que yo no me enamoro de chicas. El primer problema. El segundo, que más tarde, en la marcha de la mañana (porque hubieron dos marchas) en un tumulto le perdí el rastro y nunca más la vi. Y como soy malo para los nombres, el suyo ni lo recuerdo. Pero sé dónde trabaja. Por si quiero intentar. Pero contaba, tren de Maradona. Al pasar por Dolores a las tres de la mañana había gente esperando a la vera de las vías para saludar con luces y bocinas durante los treinta segundos que los cinco vagones tardaban en abandonar ese pueblucho. A las cinco de la mañana lo mismo en un pueblucho más inhóspito todavía. La gente del campo, evidentemente, está casi tan al pedo como la gente de la ciudad. Adentro del tren, Maradona saludome -hecho que no causa sensación alguna en mí, lamentablemente, porque me gustaría saber jugar al fútbol y emocionarme por un ídolo de su tamaño (estaba flaco, eso sí). A mí me interesaba mucho más Evo Morales, sobre quien escribí en una revista una nota recientemente. Hablé con él un poco, es una tragedia caminando (ACTUALIZACIÓN: tiempo después mis amigos bolivianos me contaron que las preguntas que le hice en el tren a Evo fueron reproducidas muchas veces por la tele boliviana, ya que le preguntaba: "¿Cómo piensa alcanzar el 50 por ciento más uno de los votos cuando acaba de sacar el veintipico?". Evo sonrió: "Ese veintipico significó triplicar nuestra anterior votación. Ahora hemos de triplicar otra vez". Tenía razón. Me cuentan que los medios pasaban la nota hablando sobre la soberbia del candidato plebeyo). Es decir, la tragedia de Bolivia se condensa en su figura. Habrá que ver. Otro del tren era Juanse, que no paró de chupar whisky durante todo el trayecto y, claro, ni se apareció por el acto del estadito.
Como decía, marcha de la mañana. Mucha gente, Pérez Esquivel, las columnas kirchneristas, todos pacifistas, ejército pelotudo -como dice esa gran banda, pequeñita, que se llama Las manos de Filippi-. Pero mucha gente. Pero en Mar del Plata empezó a llover. Y si uno llega a esa ciudad lo que quiere, al menos, es mojarse por las aguas del atlántico y no por esa llovizna interminable, molesta, que no golpea pero tampoco acaricia. Llegada al Mundialista que, dicho sea de paso, demuele las expectativas que uno podría poner en el adjetivo "mundialista". Y luego, zas, la trova. Dos horas y media seguidas de trova, señor. De canción de protesta. De guitarrista y versos obvios. Ay. Un grupo -que estaba bien, debo reconocer- pero qué nombre: Che Joven. Es decir, se llamaban Che Joven. No es joda. Y luego otros que cantaron ese esperpento llamado Hasta siempre. Los cubanos estaban con pilas, eso sí. Su tribuna no paraba de moverse como si bailaran rumba mientras cantaban esos, también, versos obvios. Pasaron otros -yo me recostaba en algún sitio de el reservado para periodistas en el que, para entrar, debimos ser cachados por un venezolano de la seguridad de Chávez (es cierto, hubiera querido recostarme en alguno de esos venezolanos). Llegó Silvio que se mandó un greatest hits. Y después le cedió el micrófono a Viglieti que dijo, entusiasta, que estaban tratando de construir un Uruguay nuevo -y yo que me perdí la noticia de que habían hecho la revolución- para después mandarse la misma versión de... "A desalambrar". Sí, a desalambrar que la tierra es tuya mía y de no sé quién. Por favor. Ya era anacrónica esa canción cuando la escribió en 1965. Encima había tantos setentistas que creo que se emocionaban. Hasta la bandera de los montoneros de los actos en la plaza de los primeros setenta estaba colgada en el alambrado. Una puesta en escena medio patética, es necesario decir. Para colmo después Silvio invitó a cantar con él a Victor Heredia y a otro que yo juraba que era el asistente de Silvio. Cantaron algo interminable, tal vez más interminable con ese vibrato que le pone Heredia -para más datos, el radical de la UCR Víctor Heredia- a todo lo que canta. Un grupo genial de gente de los barrios -de pie o de cualquier barrio, pero un barrio- empezó a gritar: Chávez, Chávez. Y, atento, S. Rodríguez dijo: "que venga chávez" y le cedió la palabra. Mamita: dos horas cuarenta se mandó el comandante.
Yo soy medio chavista. Es decir, me encanta el personaje. No soy chavista ni en lo económico ni en lo político, me parece un tanto un farsante populista. Pero el personaje, ese presidente latinoamericano desmesurado, me encanta. Y frente a él, una hora basta para que me declare públicamente chavista. Una hora y media bastan para que putee a los de Fedecámaras venezolanos que no pudieron sostener el golpe de estado fusilándolo. ¡Qué increíble! Una oración subordinada tras otra que no cerraba nada. Un festival de demagogia. Y todo eso que durante la primera hora yo catalogaba como "estupendo diálogo con el pueblo". Me fui a la hora y media. Clamaba por la hora de la espada en Venezuela.
Después vino la marcha de la izquierda, mucho más chica, pero gozante de mis simpatías absolutas. Las cuadras finales del recorrido se caminaban tensamente. Estaba el vallado y la policía. Ya unos grupitos -el MTR CUBA- habían dicho que la iban a pudrir. Adelante iba el PO, yo iba en su columna. Al ir llegando los maoístas del PCR se adelantaron como una turba y cantaban: "Pan y vino, pan y vino, el que no salta las vallas para qué carajos vino". Entre esos y los otros -cuando el PO se retiraba, acción con la que acuerdo aunque me fui hacia adelante porque quería ver qué pasaba- empezaron a tirar piedritas y los canas tiraron gases. Como pasaron por encima mío no me afectaron directamente. O un poquito nomás. Todos corrimos -claro, menos los que fueron a saquear los locales de Havanna (son reimperialistas) y de Movistar (ahi por ahi tenían razón porque me rompe las pelotas su servicio). Luego me encontré con Pablo que me trajo de vuelta a Buenos Aires en el auto de un amigo suyo. Mi día de antiimperialismo la verdad que no fue tan interesante como hubiera yo deseado. Y ni siquiera pude, como los peronistas que ponían las patas en la fuente, posar mis pies sobre la arena. Ay, Mar del Plata. Ni siquiera tengo ganas de visitarla, pero la verdad que es un desperdicio no darse en sus aguas ni siquiera un chapuzón.

No hay comentarios: