Siempre se regresa a esos grandes films. Ayer vi de vuelta (¿y cuántas veces la habré visto ya?) El silencio de los inocentes, la peli de Jonathan Demme protagonizada por Anthony Hopkins (en el mejor papel de su vida) y Jodie Forster. Una chingonería, según me contó Ernán que se debe decir sobre las cosas buenas (decir "chingada" es adjetivar malamente, decir "chingonería" equivale a un escándalo de virtudes). Un gigantesco personaje: el doctor Hannibal Lecter. Un genio del mal. El hombre que todos querríamos llegar a ser, pero jamás nos animaremos. El que amamos con devoción. Un asesino serial autoconciente y que, además, es capaz de bucear en las profundidades del espíritu, extraer lo peor de él y regresar a la superficie, níveo, puro, terrible. "La verdadera función de los asesinos seriales -dice Rodrigo Fresán en el prólogo de Hombres de paja, que acaba de publicarse en Roja y Negra, la colección que dirige en Mondadori-: ser la encarnación tangible de un Mal Absoluto que acaso nos permita creer en la existencia cierta de un Bien Eterno y acaso triunfante al final de la Historia y de la historia". ¿Demasiado metafísico? Quizás. Sin embargo, el Mal se corporiza en el asesino en serie: matar por el placer de hacerlo, asesinar con método y sofisticación por cierto regodeo en la elegancia. Digo: elegancia. ¿Hay algo más elegante que comerte el hígado de un enemigo con garbanzos y un buen chianti? Recuerden esta escena.
En un momento, un policía le pregunta a Clarice: "Dicen que es una especie de vampiro, ¿es así?". Ella le responde: "No hay una definción para lo que él es". Los asesinos en serie convocan nuestros miedos más intensos, a la vez que interrogan acerca de los límites y el traspasar los límites del ser humano. ¿Qué sucedía en el cuerpo y en la mente de Jeffrey Dahmer cuando mataba a esos adolescentes y después comía sus vísceras? ¿Qué dolor y qué furia atravesaba a John Wayne Gayce, el payaso asesino, al matar a los púberes con los que había tenido sexo en la clandestinidad (hay una canción hermosa de Sufjan Stevens inspirada en él)?
John Wayne Gayce animando fiestitas infantiles a través de su personaje Pogo. Se encontraron 39 cadáveres de niños y adolescentes enterrados en su jardín.
¿Y "El hijo de Sam", Davis Berkowitz, a quien un perro le indicaba cuando debía salir a matar durante el ardiente verano neoyorquino de 1979? El asesino serial adquiere mayor complejidad a medida que el capitalismo avanza y es, tal vez, uno de sus síntomas más macabros. Se calcula que en los Estados Unidos hay, en este momento, alrededor de cien asesinos seriales sueltos. Algunos tienen un proceso febril de actividad continua. Otros espacían sus crímenes hasta en años. La myoría se desactiva al llegar a la madurez. O se suicida. En El silencio de los inocentes se narra la cacería de Buffalo Bill, un hombre que secuestra muchachas gruesas para quitarles la piel y hacerse un vestidito. Miren esta escena genial: "It rubs the lotion on the skin", le indica a su víctima, a quien objetiviza, claro.
Gran interpretación la del actor que hace de Buffalo Bill. Pero es innecesario decir que la dupla Hopkins-Forster se lleva todos, pero todos los aplausos. La tensión en cada encuentro -una tensión que no evita lo sensual-, el contrapunto constante, el flirteo, la psicopatía: qué linda relación. Sin embargo, no es el único amor que ronda la película: en realidad, Clarice está completamente seducida por su jefe, Jack Crawford, personaje inspirado en John Douglas, el hombre que lo sabía todo acerca de los asesinos seriales en el FBI. Es más: en la escena final están los dos nerds que identifican a esa mariposa nocturna asiática que colecciona Bill -uno de ellos se había tirado un lance con la detective-. De cualquier manera, el brillo en los ojos de Lecter y el temor frío de Sterling marcan una de las formas, raras, del amor.
Gran película, gran final ("Debo cortar porque un viejo amigo viene para la cena", dice, genial, el gran Hannibal Lecter desde Jamaica). Siempre se vuelve a estos films porque de ese modo es posible pensar que nos hemos sumergido, de alguna manera, en el espacio que jamás querríamos habitar pero que, de todos modos, seduce por su desmesura. El Mal Absoluto hecho hombre. Que puede ser, ahora mismo, el vecino que vive en esta misma calle. Pavada de temor.
domingo, 27 de diciembre de 2009
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